Santa Isabel de la
Trinidad (1880-1906), un modelo de adoración eucarística
El 8 de noviembre de este año celebramos ya como santa a Isabel de la
Trinidad, la carmelita descalza francesa de Dijon que ha sido canonizada por el
papa Francisco el pasado 16 de octubre. Una santa, cuya espiritualidad basada
en el descubrimiento y en la conciencia de la presencia del Dios uno y trino en
nosotros, ha impregnado todo el siglo XX, y que ha llegado a través de sus
escritos a toda la vida eclesial. Por cierto, buena parte de estos escritos y
hasta el epistolario van dirigidos a amigos seglares. No es de extrañar que
tantos laicos la sientan como una hermana espiritual.
La traemos aquí, porque para los adoradores nocturnos no solamente es un
modelo, un ejemplo del espíritu eucarístico de adoración y alabanza, sino
también una intercesora que nos ayuda a mantener este ideal dentro de
la Iglesia del siglo XXI (sola con él solo, solía decir para
defender su práctica habitual de adoración eucarística) que, por cierto, en los
últimos meses de su vida se intensifica, dado que por razones de enfermedad no
podía ya participar en la celebración eucarística de la comunidad y,
a veces, ni siquiera comulgar sacramentalmente. Así definía su última
situación, ya dentro de la enfermería y moviéndose siempre entre la celda y la
tribuna donde podía adorar la Eucaristía; se lo dice a su propia hermana Guita: Soy la pequeña reclusa del Señor y cuando vuelvo a entrar en mi
celdilla para continuar la conversación iniciada en la tribuna se apodera de mí
una alegría divina. Amo mucho estar sola con Él solo, y llevo una vida de
ermitaña verdaderamente deliciosa (Carta 16.7.1906).
Proponemos en este día la lectura de su famoso texto: Elevación a la Santísima Trinidad. También el
librito titulado Recuerdos(Madrid, Editorial de
Espiritualidad, 1985), que es la mejor síntesis de su vida y mensaje, trazada
por su priora la madre Germana de Jesús. Pero aquí reproducimos también -con el
permiso del autor- un artículo sobre su experiencia eucarística que
fue publicado en la "Revista de Espiritualidad" de Madrid, 2006,
pp. 333-350.
Víctima viva para su alabanza: La experiencia eucarística de Isabel de la Trinidad[1]
MANUEL
DIEGO SÁNCHEZ, carmelita descalzo
Siempre
que uso la Plegaria Eucarística
III del Misal Romano, en aquella parte que dice: “Que él nos transforme en
ofrenda permanente”; o la Plegaria
Eucarística IV: “para que congregados en un solo cuerpo por
el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para tu alabanza”, me viene a
la mente el recuerdo de Isabel de la Trinidad , como si ambos textos de la liturgia
actual reflejaran muy bien su peculiar experiencia eucarística.
De entrada
hagamos esta constatación: mientras que sí se ha estudiado la vida litúrgica de
Isabel de la Trinidad ,
el bautismo, etc., no hemos hallado estudios específicos sobre la vivencia
eucarística[2]. Y
no es porque no haya referencias explícitas en sus obras. Todo lo contrario. Hasta
la misma Madre Germana en los “Recuerdos”, que tuvieron un papel tan importante
en la primera difusión de Sor Isabel y fueron la primera presentación de su
fisonomía espiritual, hace continuas alusiones a esta dimensión de su
biografiada. No pasó, por tanto, desapercibido a sus contemporáneos este matiz
que vendría a ser como el soporte sacramental de su ideal paulino de ser “alabanza
de gloria”.
Referencias
eucarísticas de sus obras
Si llevamos a
cabo una encuesta eucarística a través de sus escritos descubrimos con sorpresa
la presencia abundante de esta realidad a la que ella misma alude como formando
parte intrínseca de su crecimiento humano y espiritual, hasta el punto que nos
habla de la Eucaristía
en todas sus etapas vitales, desde la infancia y juventud hasta su vida en el
Carmelo. Y lo hace con un cierto tono moderno y actual, es decir, dentro de una
visión litúrgica y sacramental mucho más amplia y orgánica, sin perder de vista
el marco eclesial del año litúrgico ni la vinculación con el resto del universo
litúrgico-sacramental, como por ejemplo el bautismo y el Oficio divino. Esta
puede ser la razón por la que ha llamado menos la atención la dimensión eucarística
al quedar fascinado el lector por esa completa visión litúrgica que ofrece de
la vida cristiana y religiosa en la que la Eucaristía ocupa el
puesto central.
No
encontramos, por eso, un texto específico eucarístico que afronte de lleno su
personal visión de este sacramento. Es más, el resultado de la búsqueda nos
avisa de que en sus tratados doctrinales nada hay relevante al respecto, si
exceptuamos la 2ª oración del 5º día de ejercicios, “El cielo en la fe” (agosto
1906). Sin embargo, sobresale el número de referencias eucarísticas en el
epistolario y en el Diario, lo cual es todo un síntoma de que, por la carga autobiográfica
de ambos géneros, nos hallamos más ante una experiencia eucarística comunicada
que ante una doctrina eucarística formulada. Habla desde su propia y peculiar
forma de vivir la
Eucaristía para hacer a los lectores y corresponsales partícipes
de ese mismo estilo.
Y el lector avisado en literatura carmelitana
hasta puede percibir un cierto vacío, pues en una mujer tan contemplativa y con
una carga emocional y lírica tan significativa en cuanto escribe, que hasta nos
ha transmitido incluso las meditaciones de sus ejercicios espirituales, no se
encuentra con algo que se hace esperar y que hallamos p.e. en Santa Teresa. Es
decir, parece como si en sus obras escritas le faltasen a Sor Isabel el estar
recogidas sus acciones de gracias después de comulgar; notamos el vacío del
paralelo teresiano de las “Exclamaciones”, pero también advertimos que este vacío puede muy bien ser llenado en este
cometido por varias poesías eucarísticas de Sor Isabel de intenso contenido
oracional[3].
Esta serie de
constataciones no eximen de otro necesario complemento. Habría que estudiar con
atención la sensibilidad litúrgica de Sor Isabel, si se da en concomitancia o
al margen de ese movimiento litúrgico que surge precisamente en Francia y
Bélgica en el siglo XIX, y qué aporta ella de específico a ese resurgir de la
vida litúrgica en ese momento histórico de la vida de la Iglesia. Porque no
pudo ser ajena a personajes y literatura muy representativos de ese renacer
litúrgico[4].
Sin embargo, hay que dar por descontado que si no participa directamente en él
como lo hizo más tarde otra carmelita descalza, Santa Teresa Benedicta de la Cruz , al menos sí que pudo percibir
su influjo de forma indirecta a través de la literatura espiritual, de la
pastoral parroquial y sacerdotal, de la predicación, etc. En líneas generales
podemos suponer que en este aspecto Isabel es deudora, aunque no sea consciente
de ello, de ese ambiente favorable a la liturgia que se va abriendo cauce en la Iglesia de Francia.
Adolescencia y
juventud marcadas por una sólida piedad eucarística
No por solas
razones de cronología, sino por tratarse de una fecha que marcó su existencia
hemos de reconocer que para ella la 1ª Comunión (19.4.1891) fue un paso
significativo en el proceso de su madurez espiritual. Además de la pertinente
preparación y del ansia con que se iba acercando al día[5],
sabemos que supuso un antes y un después porque se dio perfecta cuenta de lo
que aquella primera comunión eucarística tenía de entrega mutua entre Jesús y
ella. Conmovida durante la Misa
hasta el punto de llorar mientras el acto litúrgico, la amiga que le acompañó
en el mismo acto, María Luisa Hallo, testimonia que al salir de la iglesia le
dijo: “No tengo hambre, Jesús me ha saciado”. No se olvide que en este mismo
día, por la tarde, en el locutorio del Carmelo la priora le explica el profundo
significado del nombre de Isabel (casa de Dios), algo que le emociona tanto y
mantendrá para siempre como un lema a cumplir[6].
Desde esta
fecha se le nota en paralelo a sus ansias de comulgar -cosa que no podía hacer
a diario- un progreso en la entrega a Jesús y en la entrega a los demás. Todo
porque percibe la entrega de Jesús hasta la muerte revivida en el Sacramento. Y
tiempo después (primavera-verano 1894), a los 14 años de edad y después de
haber comulgado, es cuando hace su entrega a Dios y le promete virginidad; es
entonces también cuando percibe la llamada interior al Carmelo. Pero un año
antes ha sufrido una fase dolorosa en la que se ve envuelta de escrúpulos a la
hora de comulgar, resultado de una catequesis y pastoral excesivamente rígidas
en torno al peligro de pecado que puede acompañar la recepción del sacramento.
Creaba temor más que confianza. De ella pudo salir gracias a la ayuda prestada
por su confesor. Ella misma recordará posteriormente en su Diario que entonces
era obligatorio el confesarse antes de comulgar (10.2.1899). Nos hallamos, por
tanto, ante una fenomenología eucarística típica de una fase de crecimiento
espiritual, pero que en nuestro personaje va tomando los síntomas peculiares de
su espiritualidad con los que eclosionará en forma madura durante su breve
etapa carmelitana.
Precisamente
este Diario que abarca los años 1899-1900 nos permite descubrir la vida
eucarística de Isabel en la etapa previa a su ingreso en el Carmelo. Notamos
que sus ansias de comulgar (10.2.1899) chocan con la costumbre habitual de no
poderlo hacer a diario; sólo le está permitido comulgar 4 veces a la semana
(25.1.1900, nº 145), pero ya pide y exige la comunión diaria como una
consecuencia lógica de lo que es y significa el sacramento: “¿no sois Vos el
dador de la vida, el pan que hace germinar las vírgenes? ¿No sois, Vos, señor,
toda mi fuerza y todo mi apoyo? … Venid, pues, venid cada día a mi pobre
corazón. Que él sea como vuestra pequeña hostia, no le abandonéis jamás”
(ibid., nº 150). Nos revela además en este diario el gozo que experimenta
durante la adoración eucarística (12.2.1899, nº 8). Mujer adorante del misterio
eucarístico Isabel lo será siempre, sobre todo en la última enfermedad.
Pero lo que es
más interesante de este escrito es que nos descubre las impresiones que van
causando en el espíritu de Isabel las distintas instrucciones y sermones de la
Gran Misión popular que se celebra en Dijón
(marzo – abril 1899). En más de una ocasión el tema desarrollado es el de la Eucaristía , la visita
al Santísimo Sacramento, y hasta hallamos reflejada la concepción de la
celebración eucarística como una representación de la Pasión (29.3.1899, nº 116)
que exige por parte del creyente “asistir a la misa con los sentimientos que
habrían embargado nuestro corazón en el Calvario. Imaginémonos que estamos al
pie de la Cruz
junto a Jesús agonizante…” Reproduce más que sus sentimientos lo que ella
recibe y asimila de la predicación de la Misión. Porque en
este mismo diario hallamos momentos que podemos considerar como más significativos
de la evolución de su piedad eucarística, más en consonancia con su situación
posterior, como es el caso de cuanto nos consigna acerca del Jueves Santo
(30.3.1899) en la adoración eucarística solemne, donde percibe la Eucaristía como signo
del amor supremo de Jesús “en este día en que tanto me has amado” (nº 120) y
reconoce: “¡Qué momentos más felices acabo de pasar contigo!” (ibid.). En el
mismo contexto y después de la meditación nocturna en la hora santa, exclama
algo muy acorde con su vivencia de algunos años después: “Jesús mío, yo te
devolveré amor por amor, sacrificio por sacrificio. Tú te has inmolado por mí.
A mi vez me ofrezco a ti como víctima, te he consagrado mi vida, quiero
consolarte y con tu gracia, sin la cual nada puedo, estoy dispuesta a todo” (nº
123). Un año más tarde, en carta a una amiga (30.3.1901), hablará de la noche
de adoración del Jueves Santo como “una noche de amor” (Carta 42).
Como vemos son
fragmentos, retazos de una disposición o actitud eucarística que eclosionará de
forma más orgánica y completa en la etapa del Carmelo.
La vida
litúrgica en el Carmelo de Dijon
Desde la
entrada en el Carmelo (2.8.1901) se puede percibir en ella una gozosa vivencia
litúrgica que abarca aspectos como el Año litúrgico, la oración de las horas u
oficio divino y, sobre todo, la Eucaristía.
Como si la vida religiosa del monasterio, organizada a lo
largo del día sobre la marcha litúrgica le hubiera proporcionado dimensiones de
la fe cristiana que antes no había vivido en tal modo. El hecho -como decíamos
anteriormente- de que sea el epistolario el testigo más fidedigno de esta nueva
situación, el cual transmite y reproduce en forma confidencial y desinhibida
los momentos de su jornada diaria en el convento, recordando a menudo coincidencias
y detalles de su vida litúrgica que puedan interesar al interlocutor, nos pone
en condiciones de valorar cuanto dice, como si se tratara de las hondas
impresiones que dejan en ella la celebración, cómo la asimila en sus textos que
vienen citados de vez en cuando, y cómo asiste y participa plenamente a la vida
litúrgica de la comunidad. Leyendo los textos de Isabel por esta época uno no
puede por menos de pensar en aquello de que la Liturgia ha sido para
ella la mejor escuela de contemplación, o como dice el Concilio Vaticano II, se
ha constituido en “fuente y cumbre” de toda su jornada carmelitana (Const. Sacrosanctum Concilium nº 10). Una gran
contemplativa, amante de la oración y del silencio contemplativo, del retiro de
celda y de la soledad, Isabel de la
Trinidad es, al mismo tiempo, una enamorada de la experiencia
litúrgica. Y lo más curioso es que los destinatarios de estas confidencias son
sobre todo seglares y algún sacerdote. De ahí que no convenga separar ni
descontextualizar el testimonio específico de la Eucaristía del resto de
su experiencia litúrgica por ella expresamente recordada. Puede ser éste un
criterio de lectura e interpretación para nuestro propósito específico.
Conviene
recordar otro detalle para leer adecuadamente estos textos. En las cartas de
esta época no tenemos tantas alusiones a la eucaristía como celebración y a su
desarrollo ritual, cuanto más bien al reflejo de los efectos que deja la
celebración, eso sí, muchos de ellos teñidos de la simbólica que encuentra en
la misma celebración: conságreme, póngame en la patena, póngame en el cáliz; hacer
la comunión, transformarme en hostia, etc., son expresiones muy frecuentes en
este tiempo. Se trata, por tanto, de una espiritualidad eucarística que insiste
más en los resultados de la celebración, los frutos de la Eucaristía , como
aquello específico que le toca recordar y resaltar a una persona contemplativa
para quedarse con el núcleo y centro de la celebración. Es más, quiere hacerse
con los mismos sentimientos de adoración, reparación, redención de la humanidad
de Cristo que el Sacramento actualiza y hace presente, de forma que el
dinamismo inherente al sacramento lo pueda reproducir fielmente en su propio
ser. Su destino unido al destino de Cristo ofrecido en el altar; su suerte y su
parte de creyente está en el compartir la misma suerte del Cristo sacramental.
Ha habido, por tanto, en el tiempo del Carmelo una especie de maduración
eucarística notable, favorecida por la nueva situación, acompañada de una vida
litúrgica más intensa, cotidiana; pero desde luego esto también es una
consecuencia normal de la fuerte experiencia anterior. En este proceso –pienso-
habrá tenido su peso la asiduidad y la familiarización con los textos paulinos
y sanjuanistas que de alguna forma configurarán su propio ideal en el Carmelo.
Esta lecturas también han afectado (como no!) la nueva identidad eucarística de
Sor Isabel.
Espiritualidad
eucarística desde una existencia carmelitana
Los matices y variaciones que podemos percibir
vienen a ser la demostración de una coherencia y armonía espiritual grandes,
puesto que coinciden y confirman el mismo ideal de su misión carismática dentro
del Carmelo y de la Iglesia.
(a) Desde una
perspectiva vital, los pasos sucesivos de su camino en el Carmelo, los asocia
al misterio eucarístico, como en el caso de la profesión religiosa, de forma
que la entrega a Dios sea también de la vida propia y entrega eucarística,
refrendada y consumada a través del sacramento. Por eso, le escribe días antes
al Canónigo Angles (31.12.1902): “¿Quiere usted, señor canónigo, ofrecer el
Santo Sacrificio por su carmelita? Después entréguela, para que sea toda
tomada, toda repleta y pueda decir con San Pablo: ‘No vivo yo, es Cristo quien
vive en mí’ (Gal 2, 20) “ (Carta 151). El lenguaje esponsal que define su
decisión lo traspasa al sacramento como el lugar más propio donde toma cuerpo
tal realidad vital. No sin razón un año
más tarde reconocerá que la
Eucaristía , como le ha sugerido el abate Chevignard, es su
dote de esposa (14.6.1903, carta 165).
(b) Ya en el Carmelo desarrolla la
virtualidad trinitaria y halla como una correspondencia entre el significado de
su nombre (casa de Dios) y cuanto ocurre en nuestro ser a través de la comunión
eucarística. “Tenemos todo el cielo en nuestra alma, menos la visión” le
recuerda a su madre días después de su ingreso en el convento (13/14.8.1901,
carta 87), idea que le puede haber venido de la lectura de la Historia de un alma de
Santa Teresita en el relato de su primera comunión[7].
Pero que esto no era un pensamiento pasajero lo viene a demostrar el contenido
de una carta al abate Chevignard durante la octava del Corpus (14.6.1903): “¿no
es esto el cielo en la tierra? El cielo en la fe, esperando la visión cara a
cara tan deseada” (carta 165). Juzgo esta carta como el manifiesto eucarístico
de la Beata Isabel
de la Trinidad ,
la mejor declaración de su fe en el Señor sacramentado hasta el punto de
considerar a la eucaristía el mejor reflejo del amor del Corazón de Dios. Bien
merece una lectura detenida porque toda ella está impregnada de ese contexto
litúrgico eucarístico y dirigida además a un futuro ministro del altar. Y por
eso asocia la Eucaristía
al propio oficio que se ha impuesto de escucha y alabanza divinas dentro de su
corazón, porque ayuda a crear ese espacio sólo de Dios: “Hagámosle en nuestra
alma una morada toda sosegada en la que se cante siempre el cántico del amor,
de la acción de gracias, y después, ese gran silencio, eco del que existe en
Dios…” (ibid.).
(c) Ahora
bien, con no poco realismo ella busca a través del sacramento la consagración,
que a imagen de lo que sucede en la Eucaristía , es transformación en el mismo Cristo
y dedicación toda a Dios, por medio del Espíritu Santo. Parece como si nuestra
hermana buscase la epíclesis litúrgica necesaria para la santificación de los
dones y de la Iglesia ,
imprescindible para la realización del misterio litúrgico, y así también necesaria para la propia consagración. El imperativo “conságreme”
dirigido a los sacerdotes adquiere en boca de Sor Isabel esta fuerza evocativa[8].
El texto más impresionante y que reúne al mismo tiempo esta función y la de su
propio ideal, es la carta al abate Chevignard recién ordenado sacerdote:
“Cuando usted consagre esa hostia en que Jesús ‘el solo Santo’ va a encarnarse,
¿quiere usted consagrarme con Él ‘como hostia de alabanza a su gloria’ para que
todas mis aspiraciones, mis movimientos, mis actos sean un homenaje a su
santidad?” (8.10.1905, carta 244). No es ocasional ese acercamiento del ideal
‘alabanza de la gloria’ a la
Eucaristía , porque está convencida de aquí nace la posibilidad
de tal realización, aquí se cumple sobre todo, y desde aquí se posibilita el
poderlo llevar a cabo en la existencia cotidiana. Al mismo corresponsal le
había dicho algo parecido antes con ocasión de su ordenación, puesto que
conocía y compartía el ideal de la carmelita: “El viernes en el santo altar,
cuando por primera vez Jesús, el Santo de Dios, venga a encarnarse entre sus
manos consagradas, en la humilde hostia, no olvide a aquella que El ha guiado
al Carmelo, para ser alabanza de su gloria” (25.6.1905, carta 232)[9].
De este modo vemos que hay correlación entre Eucaristía y el ideal de “alabanza
de la gloria”, una efecto sacramental de la otra y que más tarde cuando se
encuentre en el lecho del dolor, entonces además de la Misa , recordará que éste será
el altar donde se consagra.
Ignoro si la
intencionalidad de Sor Isabel era estrictamente eucarística (parece que sí)
cuando desea que Cristo more y permanezca en ella a manera de lo que cumple y
hace cada vez que se celebra la
Eucaristía , es decir, que se personifique desde su humanidad
entregada como Adorador del Padre, Sacerdote, Reparador ante Dios, Salvador de
la humanidad. Eso puede querer dar a entender cuando le confía al abate
Chevignard estos deseos (29.11.1904): “Le he pedido que se establezca en mí
como Adorador, como Reparador y como Salvador, y no puedo decirle la paz que da
a mi alma pensar que El suple mis impotencias…” (carta 214). Nos confirmaría
esta interpretación que su propio ideal a realizar en el Carmelo pasa
necesariamente por el momento eucarístico y es donde más y mejor se explicita.
(d) Será
precisamente el trato con los sacerdotes, sobre todo con el canónigo Angles,
uno de los motivos que más le ayudará a desarrollar su sentido eucarístico,
viéndolos sobre todo como ministros de la Eucaristía y, por lo tanto, mediadores eficaces
en sus deseos de transformarse en una Eucaristía. Hay una insistencia de
pensamiento en el carteo con el canónigo que nos revela no sólo la importancia
que concede a la mediación sacerdotal, sino además la visión que tiene del
misterio como presencia del sangre redentor de Cristo en la que se puede bañar,
purificar y transformar, la mejor forma de envolverse y asociarse a Jesús. El
término más frecuente que usa, refiriéndose a la unión y participación que
quiere tener a la celebración diaria y a distancia del sacerdote padre y amigo,
es el de “métame en el cáliz”, expresión que ya encontramos en 1902: “Métame en
el cáliz, para que mi alma se bañe en la Sangre de mi Cristo, de quien estoy tan sedienta,
para ser toda pura, transparente, para que la Trinidad pueda reflejarse
en mí como en un cristal” (2.8.1902, carta 131)[10].
La insistencia en la misma expresión en cartas posteriores no le resta fuerza y
dramatismo, sobre todo cuando esté postrada en la enfermedad y contemple
cercano el final de su vida. Seguramente que tal aspecto le viene del
Apocalipsis; lo que considera como el propósito fundamental a realizar en el
cáliz del Señor, es decir, el bañarse en la sangre del Cordero[11],
es un matiz que nos coloca no sólo en el tomar parte en la misma pasión de
Cristo, sino además en la especial adhesión a esta misma realidad propia del
martirio. Percibimos de este modo el enriquecimiento que Isabel, como
carmelita, ha recibido del trato amistoso con varios sacerdotes con los que,
además de mantener una vinculación espiritual desde el carisma teresiano, puede
participar de forma especial en el servicio eucarístico que ellos prestan. Hay
mucho realismo espiritual en estas afirmaciones que no han sido pasajeras, sino
que son expresión de su disposición hasta el mismo momento final.
(e) Hasta
ahora lo dicho nos puede parecer como indicativo de una experiencia más bien
intimista, que no evidencia o deja de lado p.e. la dimensión eclesial y de
comunión que se produce entre los creyentes por medio de la Eucaristía. Ella
desde luego se siente llamada a destacar los aspectos anteriormente relevados
como expresivos de su propia vida espiritual, más todavía cuando sirven para clarificar
la nueva situación existencial que vive en el Carmelo; pero tampoco niega la vinculación
eclesial que le es tan propia a la eucaristía, sea como sujeto o como resultado
de la misma. Esto parece que ya lo vivía en su etapa de seglar.
Es
significativo que la participación eucarística le sirva para afirmar que,
mediante la comunión, está unida a los otros creyentes, familiares y amigos, y
que la comprometa en una actitud de corresponsabilidad espiritual, hasta el
punto de que los invita como a un encuentro sacramental que supera las barreras
del espacio y del tiempo. Es, por tanto, lugar de encuentro entre los
comulgantes: “Cada mañana hago mi acción de gracias con usted. Únase a mí de
siete a ocho” (30.3.1901, carta 42). No se trata sólo de una coincidencia
cronológica que favorece una unión afectiva, sino que la comunión sacramental
produce la fusión de los comulgantes en el cuerpo de Cristo, se encuentren
donde se encuentren. De ahí que se atreva a proponer el comulgar una por otra,
así lo hace en varias ocasiones[12],
para demostrar que la mutua correspondencia del gesto sacramental influye a un
nivel más profundo en la vida de las personas que se aman: “Mañana comulgaré
por usted y la encontraré en el corazón del Maestro” (19.7.1901, carta 73).
Esto quiere decir que, aun desde la distancia, más tarde cuando está separada
por la clausura del Carmelo, llega y se acerca a sus personas queridas a través
de la Eucaristía ,
presencia indefectible de Cristo y presencia inseparable de los que comparten
la misma fe. A la confidente que le hace estas propuestas, Margarita Gollot, le
une una particular amistad espiritual y hasta han compartido juntas la oración
y la Eucaristía ,
una al lado de la otra (21.7.1901, carta 75), por lo que la nueva situación no
quiere ser menos real y eficaz que la anterior de la presencia física. Más
intensidad de sentimiento hallamos cuando se trata de su propia madre: “Haré la
comunión por ti, y ya adivinas lo ferviente que será mi oración” (11/12.8.1905,
carta 236). Como si ésta fuera también el lugar más intenso de la demostración
del afecto filial.
Huelga el
recordar que Isabel de la
Trinidad ha vivido la Eucaristía como momento eficaz de intercesión por
la Iglesia y
la humanidad. El no encontrar tantas referencias explícitas demuestra más de lo
que pudiera parecer; forma parte de su comportamiento eucarístico habitual y
por eso no hay que estar siempre recordándolo. Una prueba de tal actitud la
tenemos cuando la situación política empeora en Francia para la Iglesia por la
Ley Combes e Isabel percibe la gravedad por
lo que no duda –dice- en poner a Francia bajo la efusión de la Sangre divina (8.3.1905,
carta 225), sintiéndose mediadora en aquella ocasión para los intereses de la Iglesia francesa.
La plenitud
eucarística de su vida
Tratamiento
aparte merece la última etapa de su vida, puesto que es mucho más fuerte la
identificación eucarística que vive; además, la situación extrema que sufre, el
presenciar su propio desmoronamiento físico en forma progresiva, va a producir
una especie de traspaso de los valores de sacrificio e inmolación de la Eucaristía a su propia
suerte. Es el punto de referencia más fuerte al que se agarra para interpretar
y decir cuanto le ocurre en esos momentos finales, donde el lenguaje hablado y
escrito sirven para comunicar la trayectoria mística final de su existencia. No
es casual esta especie de “préstamo” de lenguaje eucarístico que advertimos al
final de sus días.
El mismo
editor y especialista en su pensamiento, Conrad de Meester, advierte “de una
espiritualidad casi sacramental que se ha desarrollado mucho durante su última
enfermedad”[13].
Y vuelve a insistir: “En estos últimos meses se profundiza en ella una
espiritualidad sacrificial y eucarística”[14].
No le falta razón, pues nunca aparece tan explícito y frecuente el ambiente
eucarístico en que vive envuelta por propia voluntad. De ahí que podamos hablar
sin miedo de una maduración sacramental tan importante hasta el punto de que casi
no hay separación entre el signo sacramental y el signo de su cuerpo
transfigurado en el dolor y en la fe. De uno a otro pasa sin dificultad.
(a) Ya en sus
últimos ejercicios de agosto 1906 nos da una pista cuando medita sobre el salmo
18 que la conduce a la ‘noche’ de su vida donde tendrá que tomar, según el
salmo 115, el cáliz de la salvación: “Si le tomo, este cáliz enrojecido con la
sangre de mi Maestro, y, dándole gracias, toda alegre, mezclo mi sangre con la
de la Víctima
divina, él es casi de valor infinito, y puede dar al Padre una alabanza
magnífica. Entonces mi sufrimiento es un ‘mensaje que transmite la gloria’ del
Eterno” (Día 7, nº 18). El punto de arranque está en ese mezclar la sangre con
la misma sangre del Cordero, que nos lleva desde luego como plano más inmediato
a la comunión eucarística, pero que pretende más que otra cosa el fundir ambas
a través del sufrimiento de uno y otro. Aquí la sangre habla al mismo tiempo
del sacrificio redentor a que viene destinada y, por eso, también de la carga
personal que tiene en esos momentos, porque es una sangre derramada.
Las categorías
cúlticas y sacramentales pasan a explicar la nueva situación vital de Isabel,
ahora recluida en la enfermería del convento, sin poder asistir normalmente al
Coro, a la liturgia con la comunidad y, a veces, hasta sin poder comulgar:
“…tendida en esta cama, que es el altar donde me inmolo al Amor” (8/9.7.1906,
carta 294)[15].
No tiene reparo en confesar a su misma madre que “Es el Señor quien se complace
en inmolar a su pequeña hostia; pero esta Misa que Él dice conmigo y de la que
su Amor es el sacerdote, puede durar mucho tiempo todavía” (9.9.1906, carta
309). Así nos da la clave de su Eucaristía personalizada: son Cristo y ella los
celebrantes principales desde el amor que transforma y consagra el sufrimiento.
La
coincidencia de estas apreciaciones con su estadio final, la cercanía al
momento de su muerte, nos dicen que Isabel es consciente cada vez más de esta
transformación litúrgica que se actúa a medida que va desapareciendo. Pero son
la consecuencia lógica y lineal de la vida anterior con sus momentos
eucarísticos fuertes que le han descubierto y abierto la potencialidad del
encuentro sacramental. Sólo que ahora se intensifica y clarifica la vivencia,
por lo que también el lenguaje es más explícito y más lleno de todos los
matices posibles que se verifican en la Eucaristía de su vida. De ahí que la última
referencia eucarística de sus escritos transmitida en un billete a la H ª Luisa de Gonzaga recurra al
fuego consumidor de los sacrificios como detonante de la acción transformadora
de Dios en el sufrimiento y en la eucaristía: “Comulgaré por usted a Aquel que
es Fuego consumidor para que Él la transforme cada vez más en Él mismo, para
que usted pueda darle toda gloria” (20.10.1906, carta 328).
(b) Pero la última
jornada terrena de Sor Isabel, por razones de enfermedad, tiene además una
tipología insólita en relación a la Eucaristía que es viático, alimento para el
último camino y prenda de resurrección. Ahora ella está normalmente fuera de la
asamblea litúrgica de la comunidad, tiene que asistir a la misa desde la
tribuna, sola casi siempre, le tienen que traer la comunión, y lo que es más
duro, no siempre podrá comulgar. Llegará un momento en que tendrá incluso que
prescindir de esto. Isabel reacciona de forma positiva ante la situación intensificando
la adoración eucarística desde la tribuna de la enfermería (la reclusa del
Señor), apoyándose en la comunión de la priora y de las hermanas… Y esta
penuria eucarística no la inquieta, dirá a su madre: “me gusta más la voluntad
de mi Maestro adorado y para mí no hay sacrificios” (16.6.1906, carta 285).
Es la hora de
percibir el alcance y límites de la mediación sacramental y pasar a descubrir
otras mediaciones no menos ciertas y seguras. Nos parece creer que representa
justo el momento en el que el sacramento como ayuda en el camino de la fe, como
viático (aunque es de noche), le hace vislumbrar la necesidad del mismo para
alcanzar a Cristo, pero no menos pensar en la precariedad de esta presencia
sacramental en tantos momentos de la vida, dando entonces el paso a la fe
esperanza y amor como virtudes bien nutridas y crecidas antes con el alimento
eucarístico. Se vive ahora de la eficacia eucarística que influye y llega
también a estas situaciones límite. Algo de esto había descubierto Isabel en
etapas anteriores, como cuando le recuerda a Germana de Gemeaux: “Usted no
puede recibirle con la frecuencia que desea y comprendo muy bien su sacrificio.
Pero piense que su amor no tiene necesidad de sacramentos para venir a su
pequeña Germanita (14.9.1902, carta 136). En el caso que nos ocupa no es una
situación perentoria o provisional, depende del proceso inexorable de la
enfermedad. Y sabemos por testigos que a quienes le hacen ver esta
imposibilidad de la comunión, responde: “Le encuentro en la cruz, es allí donde
me da su vida”. Una respuesta precisa y esclarecedora, porque el sufrimiento y
la cruz son ahora el sacramento eficaz que la conducen e identifican con Jesús.
Pero hay otra
solución para la ausencia sacramental, a través de su priora que, después de
comulgar, viene a la enfermería a permanecer en acción de gracias junto a ella,
trayéndole a su lado la presencia a Cristo desde su corazón apenas comulgado.
Se lo explica al canónigo Anglés de esta forma: “Cada mañana viene a hacer su
acción de gracias junto a mi pequeña cama. Yo comulgo así en su alma, y el
mismo Amor pasa al alma de la
Madre y al alma de la hija” (9.5.1906, carta 271). Más que
una delicadeza de la priora, que también tiene mucho de eso, es un acto de fe
en la presencia de Cristo en el creyente que le comulga, y que además se
transmite y comunica a los que le reconocen en el corazón del hermano[16].
(c) Esta
mediación y servicio sacramental de la Madre
Germana , su priora, nos pone en condiciones de entender la
especial relación que se establece entre superiora y súbdita en este último
tiempo; una relación buscada conscientemente, vivida y aceptada por ambas
partes. La priora es ahora el sacerdote o pontífice que la consagra y ofreciéndola
a Dios, ejerce un oficio sacerdotal necesario para Isabel, es decir, el
disponerla como un sacrificio agradable a Dios: “nuestro Pontífice consagrante”
la denomina (14.8.1906, carta 306). Ciertamente representa el momento más
intenso de su comunicación con la
Priora y viene a ser como el último servicio que le presta y
que, a su vez, Isabel le devolverá –también sacerdotalmente- desde el cielo. Un
mes antes de morir, le dice: “¡Siento tan fuerte el poder de su sacerdocio
sobre mi alma y tengo tanta necesidad de usted” (octubre 1906, carta 320)[17].
Que esto fue un sentimiento sincero y convencido entre ambas lo demuestra el
hecho de que compone para la madre Germana en octubre de 1906 dos poesías sobre
este tema, donde desarrolla más las consecuencias y manera de ejercer este
sacerdocio sobre Isabel[18].
A su madre le
pedirá también en este mismo tiempo que ejerza la maternidad, como Maria al pie
de la cruz, ofreciendo a su hijo; pero le ruega que lo haga en la Misa , durante el momento de
la elevación, para que en esa unión a María ambas madres ofrezcan al padre
ambos hijos, a Jesús y a Isabel (29.8.1906, carta 308).
(d) No es
difícil percibir el gran cambio que se ha experimentado en su experiencia
eucarística en esta última etapa de su vida; el presentimiento del final y de
la muerte cercana la eleva a un plano místico en el que en torno al sacramento
se organiza la visión sacrificial de su existencia hasta el punto de buscar una
transformación a su semejanza que sustituya finalmente el cuerpo eucarístico
por el cuerpo sufriente de Isabel que se erige así en sacramento de Cristo.
Conclusión
Isabel no
pensaría en ello, ni habría leído en su vida un antiguo texto coincidente con
su experiencia. Pero podemos decir que hablando de esta forma de la Eucaristía y juzgando
así sus últimos días, pone en juego una vez más la conexión intrínseca entre
mística y Eucaristía, comenzada ya por Ignacio de Antioquia en el siglo II y
asociada entonces a su cuerpo destinado al martirio en la famosa carta a los
romanos (“soy trigo de Cristo y quiero ser devorado por las fieras para
transformarme en pan puro de Cristo”); por vez primera aparecen en la
literatura cristiana los símbolos de la transformación mística asociados al
sacrificio eucarístico. Isabel está en continuidad con esa línea de
interpretación, pero también la desarrolla aplicándola al cuerpo sufriente por otro
martirio, el de la enfermedad.
De este repaso
litúrgico que hemos hecho por la obra escrita de Isabel de la Trinidad , parece que se
pueden desprender algunas conclusiones esenciales:
- la visión
existencial, personalizada, que nos da de la liturgia, como si fuera el marco
más adecuado para expresar la dimensión profunda de momentos y circunstancias
de la vida cotidiana;
- la
normalización que en ella hay entre vida litúrgica y contemplación cuando está
ya dentro del Carmelo, sin roces ni contraposiciones, algo que no siempre se ha
dado en la misma forma dentro de la espiritualidad carmelitana a través de su
historia; pocos representantes de esta escuela espiritual tienen idéntica
sensibilidad a la de este personaje;
- el papel que
ha podido tener la vida carmelitana en una mejor comprensión y vivencia
eucarísticas, algo que se aprecia tanto por la insistencia sobre el tema como
también por los nuevos matices con que enriquece su experiencia;
- la
coincidencia entre madurez humana, madurez espiritual y plenitud de vida que
culmina también en la muerte y madurez eucarística. Lo mejor sobre el
particular, es incuestionable, nos lo ha dado en el último año de su vida.
Creo que
nuestra hermana es testigo y profeta del misterio eucarístico, sobre todo en
ese difícil trasvase, en el paso de la celebración a la vida, aun en los
momentos límites de la existencia y aceptando todas sus consecuencias. Nos
recuerda que su experiencia y pensamiento ha cumplido muy bien la función de
demostrar los efectos de la
Eucaristía que se piden en aquella oración después de la
comunión del misal romano, y que dice así:
La gracia de esta comunión, Señor, penetre en
nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro
sentimiento, quien mueva nuestra vida (Oración después
de la comunión, domingo 24 Tiempo Ordinario).
[1] Para nuestro estudio nos servimos de la siguiente edición de Sor
Isabel de la Trinidad :
Obras Completas. Edición crítica
preparada por Conrad de Meester, OCD. Madrid, EDE, 1986. También nos servimos
de la 3ª edición española de los Recuerdos,
Madrid, EDE, 1985, texto de carácter biográfico-espiritual preparado por su
priora, Germana de Jesús.
[2] Cf. J. CASTELLANO, Lode di gloria: Liturgia e contemplazione, in AA. VV., Elisabetta della Trinità della Trinità –
Esperienza e dottrina. Roma, Teresianum, 1980, pp. 143-170 (Fiamma Viva
21); ID., Vita in perenne adorazione
eucaristica, in L’Osservatore Romano
(31.7.1980) p. 5; ID., Liturgia y
contemplación en Sor Isabel, una perfecta Alabanza de gloria, en Monte Carmelo 92 (1984) 39-58. Recientemente
se ha publicado un florilegio eucarístico de Sor Isabel en orden cronológico:
F. SILVESTRI, Itinerario eucaristico della
B. Elisabetta Della Trinità, in Quaderni
Carmelitani. Brescia (2004) nº 21, pp. 81-97.
[3] Entre otras podemos citar las poesías 21 (1894), 24 (1895), 39
(1897), 47 (1898), 50 (1898), 52 (1898), 55 (1898), 56 (1898), 66 (1899), 67
(1899), 83 (1902), 100 (1906), 121 (1906), 122 (1906).
[4] Cf. O. ROUSSEAU, Histoire
du mouvement liturgique. Esquisse historique depuis le début du XIXe siècle
jusqu’au pontificat de Pie X (Paris 1945); B. NEUNHEUSER, Il movimento liturgico: panorama storico e lineamenti teologici, in
AA.VV., Anamnesis 1 (Torino 1972) pp.
9-30; ID., Movimiento litúrgico, in Nuevo Diccionario de Liturgia. 3.ed. (Madrid 1996) pp. 1365-1382.
[5] En carta a su madre (31.12.1899) le recuerda que pronto, dos años
después, tendrá la dicha de hacer su primera comunión: carta 5.
[6] La fecha de la 1ª comunión le gustaba recordarla anualmente, a
juzgar por una poesía que compuso en el 7º aniversario de aquel primer
encuentro sacramental (19.4.1898): Poesía 47.
[7] Leer la nota 3 que acompaña esta carta donde se recuerdan
paralelos y el posible influjo teresiano-lexoviense (pp. 555-556).
[8] Ver las cartas 225 (8.3.1905); 244 (8.10.1905); 250 (29.11.1905);
256 (dic. 1905); 271 (9.5.1906); 294 (8/9.7.1906).
[9] En otra carta posterior al canónigo Anglés (8/9.7.1906): “tenga
la bondad de consagrarme en la Santa Misa
como una hostia de alabanza a la gloria de Dios” (carta 294).
[10] Ver además la carta 177 (27.8.1903); 202, al abate Beaubis
(2.6.1904); 250, al abate Chevignard (29.11.1905); 275 (junio 1906).
[11] La expresión de bañarse y revestirse de la sangre del Cordero, la
encontramos en la carta 169 (15.7.1903); 201 (27.4.1904); 234 (21.7.1905); 250
(29.11.1905).
[12] Ver la carta 57 a
Margarita Gollot (30.5.1901).
[13] Obras Completas.
Edición crítica (Madrid 1986) p. 174.
[14] Ibid., p. 810.
[15] Según testimonio de María de Jesús, de Paray-le-Monial, Isabel le
dijo por el mes de agosto de 1906: “Cuando me extiendo sobre mi pequeño lecho,
pienso que subo a mi altar…”: Ibid., p. 875, nota 1.
[16] Sobre el mismo tema ver la poesía 100, p. 398, del año 1906.
[17] Véase la nota informativa de Conrad de Meester que pone a esta
carta, nota 3, p. 897.
[18] Poesías 120 (3.10.1906) y 121 (4.10.1906). A lo que se debería
añadir el pequeño tratado “Déjate amar” que viene a ser como el testamento
espiritual dedicado a su priora.
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