Originalidad de santa Teresa: el "manifiesto"
josefino
A pesar de todos los posibles influjos, no debe olvidarse
que san José, presente en algún libro, valorado ya por los humanistas, es
decir, por las elites, no gozaba de ninguna popularidad. No había
parroquias(salvo la excepción de la que en Granada le dedicara fray Hernando de
Talavera), iglesias, ermitas ni retablos en su honor, mucho menos monasterios
bajo su advocación. Por ello, el que doña Teresa lo mirara con tanto cariño,
con tantísima confianza, tiene que explicarse en definitiva por su genialidad, por
su inteligencia del evangelio, por su cristocentrismo, por el calor de su
oración.
Tenemos la suerte, además, de que es ella quien nos revela
todo el proceso de su entusiasmo josefino. Lo hace en el capítulo sexto de su
"Vida", cuando narra el curso de su enfermedad joven, agravada por
los remedios que la proporcionaban, y que la había conducido a la parálisis
total y dolorosa. Su desconfianza, más que justificada, en los médicos y en la
medicina, la condujo a lo que era general en aquella religiosidad, a recurrir a
los santos terapeutas de la piedad popular, tan pragmática y que conocía muy
bien las especialidades del cuadro médico celestial: "Pues como me vi tan
tullida y en tan poca edad y cuál me habían parado los médicos de la tierra,
determiné acudir a los del cielo para que me sanasen". La originalidad de
doña Teresa consistió en acudir al médico (y no sólo médico) más cualificado,
no muy invocado y casi desconocido: "Y tomé por abogado y señor al
glorioso san José, y encomendéme mucho a él". Del resultado dice:
"pues él hizo, como quien es, en hacer de manera que pudiese levantarme y
andar y no estar tullida; y yo, como quien soy, en usar mal de esta
merced".
La Madre Teresa aprovecha esta oportunidad en el relato de
su vida para entonar el panegírico más ardiente de san José, un auténtico
manifiesto de la necesidad de serle devotos puesto que su protección no tiene
límites, "que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer
en una necesidad; a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en
todas". En las corporales, por supuesto, pero también, y más si cupiera,
en las espirituales con su propuesta de san José como maestro de oración, como
modelo de servicio y –en expresión de Tomás Álvarez, excelente conocedor de
santa Teresa- de contemplación atónita de Jesús y de María: "En especial
personas de oración siempre le habían de ser aficionadas; que no sé cómo se
puede pensar en la Reina de los ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el
niño Jesús, que no le den gracias a san José por lo bien que les ayudó en
ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo
por maestro y no errará en el camino".
La raíz de tales encomios, en efecto, brotaba de su profundo
cristocentrismo, de las relaciones "paterno-filiales" entre José y
Jesús prolongadas hasta el cielo: "que quiere el Señor darnos a entender
que, así como le fue sujeto en la tierra, que como tenía nombre de padre,
siendo ayo, le podía mandar, así en el cielo hace cuanto le pide. Esto han visto
otras algunas personas, a quien yo decía se encomendasen a él, también por
experiencia; y aun hay muchas que le son devotas de nuevo, experimentando esta
verdad".
Como puede observarse, evoca, en estas cálidas arengas
josefinas, la propia experiencia: "No me acuerdo, hasta ahora, haberle
suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes
mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo".
Esta experiencia es el mejor argumento, que esgrime una y otra vez: "Querría
yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran
experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios". "Sólo pido,
por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere; y verá por experiencia el
gran bien que es encomendarse a este glorioso patriarca y tenerle
devoción".
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